30/5/08

Julian Herbert

Julian Herbert,
Acapulco, 1971.


Poemas







Grafitti (1)

Porque el mundo es un letrero y la mirada
no sabe descifrar sus instrucciones.
Un letrero debajo de la lluvia
con la tinta borrosa:
la palabra “césped” cayendo al hormiguero,
la palabra “pisar” cubierta de inscripciones;
y los demás quién sabe,
lejos,
como una carta de amor
escrita en el aire con los labios.

El mundo es una canción
que se pierde en la radio sin que nadie la extrañe.
La moneda que frotaste en tus manos de niño
hasta que fuiste a la tienda y te dijeron
que ya no tenía valor porque no tenía dibujos.

El mundo es una esfera,
un escritorio y mucho polvo,
un calendario con los días decapitados;
sábados largos como una carretera
por donde se camina mientras pasan coches rápidos,
lunes y miércoles de cinta en el zapato
como si no hubiera ya bastantes nudos.

El mundo es un letrero sin vocales,
un árbol que florece detrás de la pared,
una fruta que nunca madura en nuestros patios.

El mundo es nada más
este decir
y decir
y decir
que no se escucha.
Que hablen más fuerte por favor.

___
Poema tomado de: Horizonte - UNAM


Mac Donald’s

Nunca te enamores de 1 kilo
de carne molida.
Nunca te enamores de la mesa puesta,
de las viandas, de los vasos
que ella besaba con boca de insistente
mandarina helada, en polvo:
instantánea.
Nunca te enamores de este
polvo enamorado, la tos
muerta de un nombre (Ana,
Claudia, Tania: no importa,
todo nombre morirá), una llama
que se ahoga. Nunca te enamores
del soneto de otro.
Nunca te enamores de las medias azules,
de las venas azules debajo de la media,
de la carne del muslo, esa
carne tan superficial.
Nunca te enamores de la cocinera.
Pero nunca te enamores, también,
tampoco,
del domingo: futbol, comida rápida,
nada en la mente sino sogas como cunas.
Nunca te enamores de la muerte,
su lujuria de doncella,
su sevicia de perro,
su tacto de comadrona.
Nunca te enamores en hoteles, en
pretérito simple, en papel
membretado, en películas porno,
en ojos fulminantes como tumbas celestes,
en hablas clandestinas, en boleros, en libros
de Denis de Rougemont.
En el speed, en el alcohol,
en la Beatriz,
en el perol:
nunca te enamores de 1 kilo de carne molida.

Nunca.

No.


Don Juan derrotado

Todas mis mujeres quieren estar con otro.
Me abandonan por un adolescente,
alaban a su esposo mientras yo las estrecho,
se van con periodistas,
con autistas,
con rubios bien dotados, con guerreros
y cantantes venidos de ultramar.
Todas son bárbaras, histéricas,
infieles: me acarician
con el filo azorado de un puñal de lencería
y se lanzan a bailar en la inmunda taberna
montadas en los ácidos corceles del calor.

(Siempre bailan con otro:
mi vida es un gazapo entre las pausas de la orquesta.)

Yo las deseo entrecortadamente,
como un caimán imbécil y violento
que gusta de la presa aderezada con veneno.
Yo las deseo en las cornisas más esbeltas del amor.

Abismos sucesivos y dádivas perpetuas,
sus cuerpos se prolongan en mí hasta confundirse:
una compra cortinas,
ésta me pide que por favor la abofetee,
aquélla está sentada en un parque vacío,
la mirada perdida, comiéndose un helado.
Yo les muerdo los cuellos,
les palpo cada legua de la piel,
les hablo con la piedad de un epiléptico
que habla a sus pesadillas.
Ellas no duermen nunca: su único empeño
es la traición.

Celosas. Inconstantes.
Me arrojan de sus vidas como a un príncipe azul
que es echado de la fiesta de disfraces
con nada más que un vaso desechable en la mano.

Todas me engañan. Todas.

En sus brazos,
yendo de unos a otros brazos,
me siento como César, que miraba
–mientras ardían en su pecho los cuchillos–
algunos de los rostros que más amó.

Tan claro como una tumba

para Lauréline


Oscuro como la tumba donde yace mi amigo
Malcolm Lowry

1
Una esfera lúcida: viento,
colibríes,
esquizofrenia atravesando las montañas.

El bosque a donde fuimos, aserrín
de alto voltaje derramado en la niebla
–mas sin fulminación: todo tan claro
como una tumba a ras de aurora.

Vine a morir –farsa back pack, pasa un camión
destartalado– en el ojo de un hongo alucinógeno Y tú
te reíste y quitaste con tus uñas
las bacterias:
pedacitos de piel muerta de mi cara.

Una esfera lúcida, un cántaro de espanto
comido este derrumbe.

Espié la lentitud. La arboleda desnuda
como una sibila al entrar en su baño.
Vi más abajo las cenizas
de otra sibila adulterada,
ojos en éxtasis las hojas calcinadas,
una hipodérmica vacía de cielo en su mano.

Vi el sábado incrustado
en una lágrima de velocidad.

Y no vi
los colores (mi cara en clorofila,
los látigos de sepia desgajando la madera), pero sí
el resplandor de la oscuridad.

Frases cúbicas, ideas
refractarias a su peso de fractal.

(Vi
también unas violetas.
Me consolaron
cuando estábamos allá.)



2
Compramos dos viajes de hongos
por 80 pesos.
Rentamos la cabaña por 70.
La comida también era barata.

El dinero nos ha seguido desde el norte
por todas las carreteras–
quiero decir, nos ha dejado:


[Et in]


Arcadia de meseros y de recepcionistas
con las manos amputadas en el filo del ego (en el filo

del oro).


Buitres sobrevolando la terraza del Majestic


y en el zócalo un gran buitre de lino de la patria;


billetes rojos y azules quemados en el prisma del mezcal,
billetes fuente que mana y corre aunque es de noche,
tersos billetes arrojados a la danza del paisaje desde la cima de la ruina


(el mundo es una bailarina desnuda),


viejos y grises y pálidos billetes
defenestrados al alba en canteras de euforia,
en farmacias de la Tierra Prometida:


todo el dragón del mar,
toda la simetría,
toda la luz lanzada en el azar de un cubilete


tendrán una etiqueta con su precio
en el extremo real de las apoteosis.


El dinero es la alcoba donde posamos nuestro corazón feérico,
nuestras volutas nítidas de serpiente emplumada.

Le fric est notre patrie commune,
Lauréline:
donne-moi, donne-moi ton argent.

Sé que comimos suculencias nauseabundas,
que el sinsabor de las verdades que compramos
desaparecerá. Pero nuestra vivencia
es más precisa que la fe.



3
Todos estamos muertos en San José del Pacífico.
Todos resucitamos en San José del Pacífico.
En San José del Pacífico viene a dormir la profecía, y la risa es un alambre del invierno,
y el doctor Freud es un perro lamiéndose el glande doblado sobre su propio esqueleto.
En San José del Pacífico salimos del baño para entrar en una guerra: cota de niebla,
caparazones de musgo en la respiración, cuerpos silbados en el Limbo de la flecha.
En San José del Pacífico hacen fiestas en marzo, pero en julio solamente sopla el viento:
escucha cómo fluye cada vez que lo digo: el viento, fluye el viento, escucha cómo fluye más allá de la fiesta cada vez que lo digo:

hacen fiestas en marzo, pero en julio
solamente sopla el viento.

Párpados de bonanza caen a la cara de los cadáveres en San José del Pacífico,
caen también junto a la carretera expendios de pan y botellas al tiempo,
y cae incluso el tiempo como una plancha de acero en un rastro a veces,
y a veces
como un durazno rojo.

No he visto policías en San José del Pacífico.
No he visto prostitutas.
No he visto a Dios.
En San José del Pacífico todos estamos muertos,
todos resucitamos
para beber café junto a los jipis del expendio. Hasta que viene el hongo:
la humedad, la radio-
actividad, la polución de tanta risa.

La parte más visible de la bomba.

4
[...]
Me llamo 2 de la tarde y me duele la cabeza.

(etcétera)

[...]

la expresión como un acto diletante

el balbuceo como una máquina de precisión


(toda esa retórica de callar o caer majestuosamente, etcétera)
[...]

(“mantenga su distancia
no ciegue mis manadas con
ese resplandor

(usted es mi invitado

(no mi cliente)

mantenga su distancia”))

[...]

lo que aparece en la escritura:


una versión autorizada, una

Vulgata

de la mente:

* * *

Mírate en este azul sin habla:
un cielo que parece una tabla
de tan pulido, de tan recto –tabla
de raíz de aire: callada,
tan azul. Mírate
como se mira un ciervo en el paisaje
aunque, camino de la sed, nada
le sea temblor, temor, estanque;
mírate desaparecer en los zarzales.

Una mariposa roja cruza la hondonada y,
mientras la señalas,
se engasta en el cielo sin nubes.
Un suspiro. Un incendio:
un anillo que vuela en tu dedo
hacia el interior.

* * *

Tropas de desengaño colorean –claro
como una tumba– el aire. La descomposición
encarna en lo naranja (bacteria
venenosa); debajo de este árbol
soy su caníbal: soy su reencarnación.
Raíces de agua negra,
gargajos sin sonido: escupo un lodo ácido
encima de mi amor.

San José del Pacífico, verano 2003
(Tomados del libro Kubla Khan, Era, 2005)